Las políticas alimentarias tienen dos grandes fuentes desde donde nutrirse, por una lado la estrictamente productivista y por otro lado
la sanitaria. Esto, inclusive, explica que los grados de dependencia de las
bromatologías provinciales no sean exclusivos de los ministerios de salud, sino
que también suelen tener relación formal e informal con las carteras de
producción o similar.
De estas dos alternativas vinculantes, las políticas en el
área alimentos suelen tener distintos objetivos, muchas veces contrapuestos entre sí según sea la fuente que
las alimenta. Así es que nos encontramos con casos patéticos del estado
subsidiando producción de tipos de alimentos que el propio estado desaconseja
consumir (por ejemplo: créditos y subsidios para producción de panificados de
un lado, y recomendaciones para suplantar harinas por frutas y verduras del
otro), y esta situación, si se tomara como una simple operación matemática,
resta una de otra provocando la anulación de dichas políticas o lo que es peor aún,
determina que distintos sectores de un mismo gobierno colisionen boicoteándose
mutuamente hasta las mejores y más puras intenciones.
Con el fin de proteger a la población de las enfermedades
trasmitidas por alimentos, los organismos de control suelen optar por no tomar
ningún tipo de “riesgo sanitario” pasando a desechar de plano toda idea de
acompañar a procesos productivos que no acrediten el estricto cumplimiento de
las reglas, importadas de un primer mundo hiper industrializado, y de
concentración económica acorde a su modelo capitalista salvaje. Esta disyuntiva,
que se presenta entre la seguridad alimentaria y la producción de alimentos por
vías no contempladas por las normas oficiales, se traduce comúnmente en la imposibilidad
de obtener registros habilitantes para producir alimentos por parte de los
productores informales, lo que resulta en su indefectible expulsión del
sistema.
Por supuesto que es previsible que todos entendamos a la
visión sanitaria como la prioritaria al momento de decidir políticas alimentarias, y esto representa una de las virtudes más fuerte del modelo político que nos comprende. Pero justamente un modelo de tipo inclusivo (y contracíclico respecto a la lógica del mercado) no
puede darse el lujo de despreciar las oportunidades de incorporar al sistema
productivo a los compañeros de la agricultura familiar, los microemprendedores
urbanos o los productores artesanales. Un proyecto político que ha hecho de la
suma y recuperación de derechos una bandera innegociable, tiene la obligación
de apuntalar la producción de alimentos a pequeña escala. Por lo dicho y por lo
que pretendemos ser, es imprescindible que desde las instituciones oficiales seamos
capaces de lograr equilibrios entre el estímulo productivo y la alimentación saludable.
Ahora bien, estas instituciones con semejante desafío no
están programadas para objetivos complejos y además la mayoría de ellas están
transitando todavía un camino que les resulta completamente novedoso. De hecho,
no hay que olvidarse que los años de neoliberalismo nos obligaron a trabajar sobre
la problemática de la desnutrición
en la población, así como a desarrollar emprendimientos propios de una economía de subsistencia entre los
productores. Pero al contrario de esas épocas terribles, este modelo político provoca
otras necesidades, y es así que en la actualidad los desafíos tienen más que
ver con el problema de la obesidad y
ya no de la desnutrición. Y en cuanto a los sectores de la producción no
industrializados, nos ocupamos ahora de dar formato final a otros tipos de emprendimientos
productivos a pequeña escala, que se han dado en llamar de la economía popular. Nada sutil la
diferencia no?.
Tampoco es sutil el reacomodamiento que deben hacer los
organismos sanitarios y de control para enfocarse en los nuevos desafíos. Porque
a lo expresado anteriormente sobre cambios en los status nutricionales o el
vuelco conceptual de la economía productiva de baja escala, se le suman, entre
otras muchas cosas, el reconocimiento de nuestros saberes y cultura
gastronómica, la aparición en escena de los procesos de elaboración
tradicionales o regionales, las patologías crónicas devenidas o potenciadas por
hábitos o dietas poco saludables y el renacimiento de la interdisciplina como
estrategia estatal. Este compendio de novedades constituye la base de lo que podríamos
llamar “la transición de políticas
alimentarias”, y elegimos llamarlo transición justamente porque los logros
en esta materia recién empiezan y los desafíos tienden a multiplicarse en el futuro.
Para abordar esta etapa, una estructura oficial como el
Instituto Nacional de Alimentos (INAL) ha debido incorporar nuevas líneas de
trabajo con una finalidad más cercana a los desafíos expuestos, y ha tenido
que resignificar el concepto de seguridad alimentaria, sumándole a la tradicional
inocuidad otros elementos tales como la calidad nutricional, o bien ha debido luchar en
primera línea de batalla, por la incorporación al código alimentario argentino
de modelos productivos tradicionales que no estaban contemplados como los de la
agricultura familiar, o ha extremado la federalización de cada una de sus
acciones, entre otras muchas transformaciones que aunque en forma indirecta, y consensuando entre lo sanitario y lo
productivo, aportan definitivamente a las políticas preventivas en salud.
Es así que este equilibrio
productivo-sanitario es una de las acciones más
notorias que puedan llevarse a cabo desde la prevención en salud, y también puede decirse que es la estrategia más justa para transcurrir airosos por esa transición que detallamos antes. Porque, por
ejemplo, este compromiso con la visualización y control de los productores
pequeños (responsables del 70 % de los alimentos que se producen en el mundo) logra mejorar sensiblemente la inocuidad de estos alimentos, ganando aparte en
lo que se refiere a equilibrio dietario, lo que representa un salto de calidad desde
todos los puntos de vista imaginables respecto a la salubridad en general que
pueda alcanzarse en alimentos. Porque también es ejemplo el abordaje intersectorial
de la calidad nutricional, que asegura soluciones inalcanzables en épocas de
instituciones estancas y desconectadas (ejemplos: el involucramiento del INTI
en la sustitución de grasas trans, la aceptabilidad de las asociaciones de
panaderos para programas de disminución de sal en panificados, etc.). Porque también
es otro ejemplo lo actuado con políticas de estímulo, a determinados productos,
que no fueron diseñadas con el mero propósito del agregado de valor, sino que
tuvieron una fuerte impronta sanitaria (como por ejemplo todo lo relacionado
con alimentos libres de gluten). Y también, como ejemplo más acá en el tiempo,
las políticas de vigilancia alimentaria desarrolladas desde estructuras
municipales, con el fin de superar la vieja estrategia post patología para enfocarse
en la prevención propiamente dicha.
En fin, este modelo político que incluye pequeños productores
sin negociar la seguridad alimentaria, que suma derechos en salud con preeminencia
en lo preventivo, que no le teme a las políticas integrales e intersectoriales,
no sólo ha podido soportar la transición
a la que hacíamos mención, sino que también pudo impulsar desde la alimentación
y los alimentos, políticas trascendentes de impacto sanitario innegables.